Le debo el mejor abrazo del mundo

Por Gabriel Ramonet (Colaboración especial para LBD)

Méritos para escribir la nota le sobran, periodista, escritor y siguen los títulos aunque su condición de hincha «Gasolero» y amigo hacen que «Gaby» sea el indicado y fue un acierto. Cuando recibió mi mensaje no dudó y construyó esta «joyita» dedicada a uno de los héroes del arco «Celeste» Federico Crivelli quien se retiró de la práctica profesional el pasado fin de semana.

Mi papá y yo nunca nos abrazábamos. Quiero decir, por ahí durante un saludo, después de no vernos algunos meses, pero no como parte de un ritual afectivo. No es que mi papá viniera un día caminando por la casa, me encontrara de casualidad entre el living y la cocina, y me tendiera los brazos. Eso no formaba parte de nuestra manera de relacionarnos.

Recuerdo que durante la niñez ni siquiera reparé en ese detalle. Lo notaba con mis amigos, que sí se abrazaban con sus padres, pero nunca lo sentí como una falencia o un acto de desaprensión.

Después, con los años, cuando uno crece, sí se lo pregunta. Y también busca respuestas. No es que se lo haya preguntado a él, así, de manera directa. Siempre me dio vergüenza hacerlo. Sin embargo, empecé a entender.

A ver cómo a veces se replican patrones de crianza de una generación a otra. Que mi abuelo tampoco lo abrazaba a él, y que los padres, aun cuando intentamos mejorarnos respecto de lo que recibimos y damos, en muchos casos terminamos repitiendo esas conductas que asumimos como naturales en nuestra infancia.

Con el tiempo, además, uno termina comprendiendo que el amor tiene mil formas de manifestarse y que el problema no es la ausencia de un formato, sino la manera en que cada persona encuentra de transmitir lo que siente.

Mi viejo encontró esas otras maneras. De sobra las encontró. Por ejemplo, cuando a los cuatro años me llevó a la cancha de Temperley, y transformó una salida recreativa en una especie de religión, con adoración a los colores y liturgias compartidas. Desde entonces, la cancha fue siempre nuestra. Fue nuestro lugar. Desde que salíamos de casa, y viajábamos horas arriba de colectivos, de autos o de camiones.

Desde que me pasaba a buscar después del trabajo. Y me llevaba a comer o a tomar un helado mientras hacíamos tiempo hasta la hora del partido. Todo nuestro era. Las conversaciones sobre cualquier tema, los silencios mientras escuchábamos la radio, los olores a paty y a choripán, los escalones helados de las tribunas durante el invierno y la Coca caliente y aguada durante el verano.

Todo mío era. Su tiempo, sus energías, su entusiasmo. En esa época no me daba cuenta, pero yo quería que ganara Temperley para que ganara mi papá. Yo era hincha de mi viejo, por sobre todo lo demás.
Sin embargo, no había abrazos. Ni en los goles, ni en las avalanchas ni en las caminatas a la noche, después de una derrota.

Hasta que un día, hubo uno. No cualquiera. Uno inmenso, potente. De esos que se te graban en la memoria por el resto de la historia.
Fue en cancha de Huracán, me acuerdo, en diciembre de 1982.

Jugábamos la segunda final contra Atlanta por el ascenso a primera. El “Mudo” Cassé, el gran arquero Celeste, había pateado la tierra cuando le tocó su turno en la definición por penales. La pelota había entrado pidiendo permiso.

Pero después había atajado uno y ahora le tocaba el turno al “Flaco” Dabrowsky. Era el definitorio, el del ascenso, el de la gloria. Cuando la pelota entró sobre la izquierda del arquero, y el mundo se transformó en un big bang, me di vuelta para encontrarme con la cara exultante de mi viejo que sin dudarlo me tomó entre sus brazos hasta estremecerme como nunca había pasado.

Y lloramos juntos, y gritamos, y saltamos, y fuimos en caravana desde Parque Patricios hasta el Teatro de Turdera, y la vida siguió pasando como si aquello no hubiera merecido un recorte, un cuadro, una repetición cada vez que uno quisiera, como pasan por la tele tantas veces una jugada dudosa.

Después ya no hubo más abrazos como ese, hasta junio de 2014, aunque esta vez fue distinto. Porque ahora sabía que podía venir, y comencé a desearlo desde antes. Desde las semifinales empecé a sentir ese cosquilleo en el estómago.

Recuerdo que yo estaba en Ushuaia, a 3000 kilómetros de la alegría general, y no dudé ni un segundo en tomarme el avión para la final por el segundo ascenso.

Primero fuimos a la cancha de Platense, la noche de la derrota 1 a 0, y la caminata silenciosa entre la muchedumbre de rivales.
Hasta que llegó la otra noche, la mágica, la de los ángeles volando por el cielo.

Estábamos ahí de nuevo, uno al lado del otro, sufriendo, y ahí fue cuando se me ocurrió. No podía privarme de otro abrazo y entonces lo juré. Lo juré para adentro, como se hacen las promesas en serio. Juré fuerte, apretando los músculos, deseando con todo el cuerpo. Juré que si alguien hacía algo para que se produjera el milagro, nunca jamás en la vida me olvidaría de él.

Que si había un jugador que me regalara esa victoria, y con ella el premio del abrazo de mi padre, yo elevaría a esa persona a la categoría de superhéroe universal.

Y ahí fue cuando lo vi a Federico caminando hacia el arco que hoy lleva su nombre. Estaba lejísimos, pero le vi el hambre en la cara. Lo vi agrandarse a cada paso. Crecer como el hombre elástico. Lo vi mirar de reojo la tribuna que hoy se llama Biondi y antes era “la de las vías”.

Lo vi a Crivelli batir las palmas en el medio del arco por última vez, antes de tomarse las rodillas con las manos y quedarse quieto, mirando fijo a Humberto Vega. Lo vi moverse en el lugar un instante antes del remate, tomando impulso para tirarse donde ya lo tenía decidido desde antes del inicio de toda la serie de penales.

Lo vi revolcarse sobre la pelota y girar de inmediato para mostrarla con los brazos en alto, como un trofeo. Y después no vi más nada. Porque recuerdo haber saltado del asiento para abrazar a mi viejo como hacía 27 años, como tantas veces había imaginado, como nunca más volvería a repetirse.

Por eso, cuando me preguntan quién es mi ídolo futbolístico, yo suelo pensar en Diego, y me acuerdo de Cassé y del uruguayo Lacava Shell. Pero enseguida vuelvo a Crivelli, a quien le debo mucho más que a todos los demás jugadores que vi en mi vida. Porque no me regaló gambetas ni goles de todos los tiempos. Pero me regaló el abrazo que más recuerdo y el que más extraño.

Sé que nunca voy a poder devolverle esa alegría. Sé que él no lo sabe y quizá no tenga por qué saberlo. Sé que si alguna vez se da la oportunidad, quizá lo abrace y no le diga nada de esta historia secreta. Sé que ese día voy a esperar que se de vuelta, y se vaya caminando con el 1 inmortal tatuado en la espalda, sin saber, sin imaginar, a toda la gente de un pueblo que hizo feliz.

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