No hay rival chiquito…

Por Sergio Chacón (Ajedrez para LBD)

En el deporte, sobre todo de competencia, puede haber una apreciación física, donde quizás la diferencia atlética desempeñe un factor importante, en natación, atletismo, pesas, boxeo, por dar unos ejemplos. Sin embargo, existen ciertas excepciones, los deportes de  conjunto a veces dan sorpresas, donde un equipo considerado de menor jerarquía puede aspirar a plantear una lucha ante fuertes rivales, tal es el caso del fútbol, rugby  o voley, sobre todo en competiciones mundiales, donde emergen equipos de países remotos o “chicos”, hay cientos de ejemplos en la historia del deporte, sobre todo en las Olimpíadas o Campeonatos Mundiales de distintas disciplinas. Este es un breve repaso de la aparición del cubano José Raúl Capablanca.

Hace muchos años, un joven cubano, llamado José Raúl Capablanca, triunfó frente a un veterano de Ajedrez de aquellos años Frank Marshall (E.E.U.U.) en el año 1.909, allí ganó un puesto entre los grandes maestros y fue a participar al torneo “San Sebastián 1911”.

El ajedrez de finales del siglo XIX y comienzos del XX era muy distinto al actual, distaba mucho de ser un deporte profesional y los maestros, principales actores de la función, pasaban más penurias que alegrías. Pero esta situación, que se daba desde hacía décadas, iba a empezar a cambiar a finales del invierno de 1911.

Muchos jugadores reclamaban mejores condiciones para los maestros en los torneos, empezando por el campeón del mundo Emanuel Lasker, al que aterraba acabar sus días como Steinitz (el campeón austriaco pasó el final de su vida viviendo de la caridad y falleció olvidado por todos).

Fue en San Sebastián donde se trató de dar un giro a esta triste situación, ofreciendo a los participantes unas condiciones no vistas hasta entonces. La organización donostiarra decidió pagar el viaje y la estancia a todos los maestros, siendo la primera vez que se hacía en un torneo internacional.

La bolsa de premios fue de gran importancia en cantidad, aunque no en número de premios. Estos fueron los premios destinados a los primeros clasificados:

1º : 5000 francos de oro
2º : 3000 francos de oro
3º : 2000 francos de oro
4º : 1500 francos de oro

Además, a todos los maestros no clasificados entre los 4 primeros se les pagaría entre 80 y 100 francos de oro por cada punto conseguido durante el torneo. Por último, Albert Von Rotschild, gran mecenas del ajedrez de la época, donó 500 francos de oro destinados a premiar la partida más bella, más adelante podrán comprobar que jugador se llevó tan jugoso premio.

Los jugadores fueron llegando a Donostia varios días antes de la primera ronda. En las salas del hotel donde se alojaban se les podía ver reunidos, charlando sobre ajedrez y, alguno de ellos, comenzando su guerra psicológica particular.

Recordemos que el ajedrez de aquella época era especial, muy diferente al que hoy en día conocemos. Los jugadores innovaban en las aperturas y mantenían disputas en revistas y periódicos sobre la supremacía de sus ideas. Por eso, cualquier momento era bueno para minar la moral del rival.

José Raúl Capablanca tenía sólo 22 años cuando llegó a Donostia. Su trayectoria en el mundo del ajedrez había sido casi nula debido a su larga estancia en Estados Unidos para cursar estudios de ingeniería. De todos modos, Capablanca había demostrado su talento tras ser campeón de Cuba con 12 años y al derrotar de forma contundente a Frank James Marshall en un match individual (15-8).

La organización del torneo había impuesto una condición a la hora de repartir las invitaciones a los jugadores: haber logrado al menos dos cuartos puestos en torneos internacionales en los últimos 10 años. Como es lógico.

Capablanca no cumplía esa condición por su inactividad y juventud, a pesar de ello la organización decidió invitarle, con buen criterio, por su victoria ante Marshall. Esta decisión molestó a alguno de los maestros participantes, sobre todo a Ossip Bernstein y Aaron Nimzowitsch, que expresaron su desencanto públicamente.

Ciertamente el talento de Capablanca había permanecido oculto y no nos puede sorprender que nadie le considerase favorito al triunfo final en San Sebastián. Pero el cubano hizo gala de su arrolladora personalidad y, a pesar de su casi nula preparación teórica, desplegó un juego lleno de sutilezas posiciona- les, tal y como hizo a lo largo de toda su carrera.

El azar quiso que Capablanca se enfrentase a Bernstein en la primera ronda, era una ocasión idónea para que el cubano pusiese las cosas en su sitio y así lo hizo. Eran tiempos de «afrentas ajedrecísticas», las cuales se resolvían en el tablero, un deporte de caballeros del que poco queda en la actualidad.

La venganza de Capablanca no terminó con la victoria sobre Bernstein, también dio buena cuenta de su otro detractor, Aaron Nimzowitsch, al que derrotó en la octava ronda tras controlar un fuerte ataque realizado por el jugador danés. Pero el ajuste de cuentas con Nimzowitsch fue más allá.

Durante uno de los descansos Bernstein y Nimzowitsch estaban disputando unas partidas rápidas, el joven Capablanca se acercó e hizo una observación sobre una de las posiciones, a lo que Nimzowitsch, algo molesto, replicó: «no debe interferir en nuestras partidas, ya que somos reputados maestros y usted no es ni maestro».

Capablanca reaccionó con valentía y pidió a Nimzowitsch jugar unas partidas rápidas con él, en las que por supuesto obtuvo la victoria de forma contundente. Nimzowitsch dio mucho al ajedrez, ideas nuevas y un método que fue seguido por muchos jugadores y aficionados, pero tal vez su ego era demasiado desmedido.

Hablar del torneo de San Sebastián siempre tiene que ir asociado al nombre de Capablanca. Fue su primera aparición en el ajedrez de élite y su actuación fue estelar, sólo al alcance de los más grandes. Había nacido una estrella, algo que se confirmó con años de grandes triunfos e imbatibilidad en el tablero.

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